Siento una atracción extraña hacia
todo lo que tiene que ver con la monarquía, lo confieso. Desde pequeño, desde
que mis papás me despertaron a las cuatro de la mañana de un día de principios
de los años 80 cuando el principe Carlos de Inglaterra contrajo matrimonio con
Lady Diana Spencer, para ver la boda por televisión. Ellos sabían que yo sentía
cierta curiosidad morbosa hacia todo lo que tenía que ver con los reyes, con
los monarcas, con sus castillos, con sus historias, con sus tradiciones, con sus escándalos, con su forma de vivir, con sus indumentarias, con todo.
La monarquía y su idiosincracia está
en la psiquis íntima de todos lo seres humanos, o por lo menos de todos
aquellos que nos criamos en la cultura occidental. Los cuentos de hadas, donde
hay reyes, príncipes, princesas, brujas, caballeros, todo eso está en nuestro
inconsciente colectivo, y en el mío, desde luego. Los príncipes y las princesas
son los buenos del cuento; las brujas feas son las malas del relato. La
realeza, la monarquía se presenta como algo bueno, presentable, decente,
mítico, utópico. Para rematar, me encantan las leyendas del rey Arturo, desde
pequeño, de hecho creo que la mejor versión de estas han sido las elaboradas
por una productora japonesa.
Todo lo anterior lo digo para indicar
que me gusta la monarquía, pero desde lo inconsciente, desde mi parte infantil,
desde mi sentido romántico de la vida. Porque desde lo racional, desde lo
lógico, la realeza y la monarquía solo me saca uno que otro sonrojo, una que
otra sonrisa, una que otra vergüenza: me parece anacrónica.
El pasado 30 de enero de 2018 el rey
de España don Felipe VI de Borbón y Grecia condecoró a su hija Leonor con la
Orden del Toisón de Oro, una antigua medalla que solo puede ser entragada a
quienes vayan a ostentar el trono de este país o a personas que hayan cumplido
una misión encomiable a la corona española. Pocos seres humanos ostentan el
Toisón de Oro, y al morir, su familia (la del homenajeado) debe devolver el collar
que representa como símbolo externo de pertenencia a esta orden de caballería
que creó el duque de Borgoña en 1429.
Todo bonito, la niña (Leonor, perdón
la princesa de Asturias) se veía impecable, muy tierna y maja (como dicen los
españoles) estupenda. Todo en la ceremonia de imposición –que vi por Youtube-
estuvo perfecto: el discurso de Su Majestad, los saludos, la música, el lugar,
todo….. Solo algo no funcionaba: ¿por qué un rey está condecorando a una niña
de doce años con la máxima insignia que entrega la corona española? ¿Qué
meritos ha hecho esta niña para merecerlo? ¿Qué futuro le depara a la niña y a
España? ¿Qué futuro le depara a la monarquía en general?
La monarquía es una tradición,
indudablemente. Es una tradición arraigada en los países donde ha funcionado
este sistema de gobierno, como en España; sin embargo, no por ser una tradición
es buena per se. Las tradiciones son
buenas cuando son inofensivas y cuando alimentan un buen hábito: ¿cumple estos
requisitos la monarquía?
En pleno siglo XXI la monarquía se
presenta como un sistema retrógrado, anacrónico, anclado en el pasado, no en
pocos países donde funciona este sistema hay una fuerte corriente republicana,
donde se piensa que la democracia debe sustituir a los reyes, a las reinas, a los
príncipes y a las princesas. La democracia es el gobierno del pueblo, para el
pueblo y por el pueblo, según afirmaba el presidente Lincoln; es el mejor
sistema de gobierno posible o por lo menos es el menos malo como también
afirmaba Churchill, y es por esto que hablar en este siglo XXI de ceder
hereditariamente un trono suena como a viejo, como a rancio, como a ridículo.
En Europa la monarquía ha tenido
detractores y defensores acérrimos, en España especialmente hay un fuerte
debate sobre este tema, y es que este país vivió sin rey ni monarquía durante
buena parte del siglo XX cuando el generalísimo Franco impuso bajo su bota
militar a los poderes en ese Estado. Cuando murió –Franco- lo sucedió el hijo
del que debió haber sido rey: Juan Carlos de Borbón. La democracia volvió a
España y se creó un sistema de monarquía constitucional muy parecido al que
funciona en Inglaterra, con ciertos atenuantes. Desde 1978 (fecha en la que se
emitió la nueva constitución) España tiene un sistema mixto: democracia y monarquía.
El jefe de gobierno es elegido popularmente y el jefe de Estado lo es pero de
manera hereditaria, por sangre.
No es mi intención ofender a nadie ni
faltarle el respeto a una tradición más que centenaria de un país extranjero,
ya que en mi país (Colombia) no hay reyes, ni princesas, ni nada por el estilo,
aquí funciona un sistema democrático pleno, o por lo menos eso es lo que
aparece en el papel. La democracia es una ganancia de la civilización humana,
un avance si se quiere, hemos llegado hasta aquí pasando por muchas
autocracias, por muchas tiranías, por muchas monarquías…
Los reyes y la reinas nos atraen, sin
embargo, en el fondo de nuestro corazón le deseamos lo mejor a esta niña, la
princesa de Asturias, para que cuando sea grande asuma ese trono, el de España,
de la mejor forma, y de la manera más conveniente para ella y para sus
súbditos: los españoles. ¿Logrará asumir el trono en medio de todas estas
nuevas corrientes que soplan en el mundo y en su país? Eso no lo sabemos, eso
lo decidirá el pueblo y el destino.
Por ahora, nos maravillamos con la
elegancia de la monarquía, con sus rituales medievales, con sus anacronismos,
nos fascinan porque nos devuelven a nuestra infancia de cuentos de hadas; sin
embargo, no todo está dicho, y ahora se escriben nuevos y maravillosos cuentos
de hadas donde probablemente ya no hay monarquía sino solo democracia. El
recorrido de la vida nos dirá lo que sucederá con la monarquía en el mundo como
sistema de gobierno; las necesidades del pueblo determinarán si en últimas es
lo que más conviene o no.
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