No me da vergüenza decirlo: llegué a los cuarenta
años de edad. ¿Por qué me refiero a la vergüenza?
Porque para algunas personas envejecer, o
acumular años, es penoso, digno de ruborizarse.
Nuestra sociedad ha hecho del
paso del tiempo una verdadera carga. Para acceder a algunos puestos de trabajo
hay que tener máximo X o Y años. Si se pasa de otra edad ya no eres apto para
laborar, mágicamente te conviertes en un inepto; por el paso del tiempo.
Cuando hay campaña electoral; los candidatos a ocupar alguno de estos cargos de elección popular afirman que entre sus ventajas está la de “ser joven”. Como si ser joven fuera una virtud y la vejez un defecto.
En las sociedades primitivas y
en las antiguas, los ancianos eran y son considerados como “los sabios”. Oímos
hablar del “sabio de la tribu”, del “consejo de ancianos”; términos muy comunes
en las tribus aborígenes. Pero no, en la modernidad tener más de treinta,
cuarenta, o cincuenta años, es ser viejo, decrépito, anacrónico, bueno para
nada.
Obviamente este elogio de la
juventud no es gratuito, y tiene que ver con razones de tipo económico, como
todo lo que sucede hoy en día. Los “veteranos” generan cargas laborales para
sus empresas, la seguridad social es un pesado lastre que los patronos no
quieren asumir, y para eso contratan “gente joven”.
¡Viva la juventud! Es el
eslogan del momento; la juventud representa lo novedoso, lo arriesgado, la
aventura, la felicidad de la rumba y la fiesta. Lo viejo es sinónimo de todo lo
contrario: lo arcaico, lo predecible, la tristeza, la nostalgia. ¡Qué aburrido!
¿Quién quiere ser viejo hoy en
día? Nadie; todos los que pasan de treinta o de cuarenta años ocultan su
documento de identificación como instrumento “Top secret”, que nadie sepa
cuántos años tengo yo. Es obvio, ser viejo está proscrito en nuestra cultura; a
nadie le interesa lo que piensan los viejos, a nadie le gusta escuchar a los
ancianos; todos deseamos rodearnos de juventud y parecer jóvenes.
Una estupidez; sí claro, pero no
es la única estupidez de nuestras sofisticadas sociedades. Claro, después de
cumplir treinta o cuarenta años es muy común escuchar las siguientes frases en
ciertos individuos: “Soy joven de espíritu”, “puede
que tenga esta edad, pero me siento de veinte”, etc. ¿Por qué no nos sentimos
orgullosos de nuestra edad? ¿Por qué no aceptamos nuestro presente? ¿Por qué elogiamos tanto a la
gente que lleva menos tiempo en este planeta que nosotros? ¿Por qué no
reivindicamos el valor de la experiencia?
Con el paso del tiempo también
nos enfrentamos a una terrible realidad, que de cierta forma no es tan
terrible: nuestra muerte. Lógico, no se requiere tener setenta u ochenta años
para morirse, solo se necesita estar vivo. Sin embargo, cuando celebramos otro
cumpleaños nos acercamos cada vez más a ese espantoso momento que también horroriza
a nuestra sociedad contemporánea.
Al cumplir cuarenta años pienso
en lo que he hecho en mi vida: ¿Cuánto dinero he acumulado? ¿Cuántos honores he
recibido? ¿Cuántas casas tengo? ¿Qué yates de mi propiedad están parqueados en
Mónaco? ¿Qué fama he logrado? ¿He sido poderoso? ¿Presidente de la República? ¿Ministro?
¿Magistrado? ¿Con cuántas mujeres me he acostado? ¡Bárbaro! La lista es grande;
la sociedad me señala con un dedo inquisitivo: ¡Fracasado! ¡Perdedor! ¡Ganador!
Creo que me importa un pito lo
que piense la sociedad sobre mí, lo que realmente me preocupa es si he logrado
alcanzar la felicidad; si puedo ser feliz en el momento presente, si he
aprendido a amarme a mí mismo, y a los demás; creo que eso es lo importante, lo
otro son requerimientos de parque de diversión de segunda. Nuestra sociedad se
ha convertido en eso, en un parque de diversión de segunda, donde solo se
ofrece una felicidad de segunda basada en tener y no en ser.
Me acerco a mi muerte física
con orgullo, lleno de alegría porque nunca me aburro cuando estoy solo, porque
disfruto de las cosas simples de la vida, porque sé para qué estoy vivo, porque
en general disfruto de la existencia a pesar de no tener mucho. Porque me burlo
de las tonterías de una sociedad esquizofrénica que odia el paso del tiempo,
pero que avanza con rapidez no sé para qué.
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