¿Alguien sabe quién soy yo?


-¡Usted no sabe quién soy yo!- exclamó el enardecido.

-¿Y quién es usted?- preguntó el policía.


Yo no sé quién soy yo, por ejemplo, necesito que alguien me lo diga, encarecidamente. Muchos dirán, pues tú eres Francisco Bermúdez Guerra, abogado de la Universidad del Rosario, con cuarenta años de edad, hijo de Delia y de Francisco (papá), nacido en Bogotá, y profesor universitario durante más de doce años, dedicado a escribir en blogs y a publicar novelas en internet.

Bueno, esa información es crucial e importante a la hora de desenvolverse en el mundo; es la información que todos necesitamos para sobrevivir en una sociedad tan compleja como esta. Pero, ¿esa información es correcta? ¿Todo eso soy yo?, ¿el verdadero yo? Tengo mis dudas.

Cuando nos referimos al yo, generalmente hacemos alusión al cuerpo, a la personalidad material, pero nunca a su esencia, a su alma, a su espíritu. Eso es lo que los budistas y los orientales llaman el ego. El ego es nuestra falsa identificación; es vincularnos con el vehículo que utilizamos para movernos en el mundo, con nuestro cuerpo. Ese sería nuestro yo; sin embargo, ese yo, ese ego, se acaba, se nulifica con la muerte, que siempre ocurre.

La muerte nos ofrece un dato muy interesante: usted no es el ego. Los que no creen en el alma o en el espíritu dirán que el yo se extingue a la hora de morir, pero incluso la física ya descubrió que la energía nunca se destruye sino que se transforma. ¿Qué somos entonces? ¿Energía? ¿Nada? ¿Luz? ¿Qué somos?

Los filósofos han pasado siglos preguntándose esto; es una de las preguntas básicas del camino de la verdad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy? ¿Adónde voy? Todos esos pensadores griegos, romanos, católicos, cristianos, protestantes, racionalistas, iluministas, existencialistas, personalistas, se han preguntado por esto. Como yo. Ninguno ha dado en el blanco, porque viajamos en círculos, viajamos con la razón, mejor dicho utilizamos una herramienta del ego para saber qué es el ego; es un contrasentido, es una trampa.

Los orientales han sido más prácticos que los filósofos occidentales; ellos no buscan saber quiénes son, sino que utilizan unas herramientas vivenciales para sentir ese yo verdadero, esa esencia, ese espíritu. Lo hacen a través de la meditación. “No podemos saber quiénes somos, pero sí lo podemos experimentar” afirman ellos.

Mientras tanto, los occidentales, y los orientales que no practican meditación, se encuentran en un estado de ignorancia, de identificación con algo que no son, de identificación con el ego.

El egocentrismo es vivir de acuerdo con esta falsa identificación. “Yo soy millonario”, “yo soy médico”, “yo soy abogado”, “yo soy experto en química”, “yo soy el presidente de X compañía”, etc. El ego, el egoísmo, es uno de los problemas de nuestro mundo. Vivir tanto en el ego es un problema, aunque es la única forma  que conocemos para hacerlo, mientras no estemos inmersos en una práctica espiritual.

El zen afirma que el problema del hombre es el ego, es su falsa identificación. Vivimos atormentados por nuestra posición en la sociedad, por el respeto de los demás, por la aprobación de los demás, por la opinión de los otros. Vivimos en una sociedad egocéntrica, identificada con algo que no somos, en la sociedad se juega un juego muy serio, el juego del ego. Las condecoraciones, los homenajes, los premios, los concursos, la competitividad, la dominación; todos esos juegos, no son más que enaltecimientos del ego. Sin embargo, la muerte, como nuestra compañera constante, la que se encuentra al lado de uno de nuestros hombros (según creen los aborígenes mexicanos), es la que nos dice: “Sigue jugando, pero algún día ese juego se acabará, y te darás cuenta que solo era eso, un juego”.

El budismo también ve a la sociedad egocéntrica como un juego de niños; incluso hay un cuento para eso –citado por el místico Osho en uno de sus libros-. Dicen que Buda vio alguna vez a un grupo de infantes jugar al lado de un río. Ellos construían castillos de arena y se tomaban el asunto muy en serio, incluso peleaban entre ellos porque alguno de los niños había destruido el castillo del otro. De pronto, la noche llegaba y los niños dejaban abandonados los castillos al lado del río y el juego cesaba. La noche representa la muerte, las crisis, las transformaciones profundas. Ellas son las que acaban con nuestro ego, y nos dicen: “Estás perdiendo el tiempo en pendejadas, vuélvete hacia tu verdadera esencia, hacia tu espíritu”.

“Usted no sabe quién soy yo” afirmaba el patán; y el policía, muy acertadamente le preguntaba: “¿Y usted quién es?” Nadie sabe quién es; todos nos movemos en este juego de egos, de falsas identidades, de apariencias, de exaltaciones artificiales de logros inexistentes, de aplausos, de discursos, de gente importantísima, de gente ignorante, de gente que no sabe quién es, de verdad. 

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