La vida es efímera


Así es, la vida se pasa volando, a toda velocidad; todavía recuerdo cuando era niño y pensaba en la inminencia de la llegada del año 2000, ¿cómo será? ¿Habrá naves espaciales surcando el cielo como ovnis? ¿Qué tecnología prevalecerá?

Era la década de los 80, yo era aficionadísimo al fútbol, de los más encarnizados. Oía mucha radio, y me encantaba la televisión que tocaba ver por tandas porque en aquella época los dos canales solo transmitían en unos horarios.

Mientras pateaba el balón contra una pared que había en el jardín de la casa donde vivía, pensaba en ese año, en el 2000.

Y ya llegó el año 2000 y ya pasó, ahora estamos en el 2016, un número o fecha como de ciencia ficción. Las películas futuristas de los años 80 ubicaban las historias por estas épocas (año 2010, año 2020, etc). Pues estamos en el 2016, como si esto fuera un filme de ciencia ficción. El tiempo se pasa volando; yo era un niño que jugaba con el balón en el patio de mi casa, hasta hace poco –o por lo menos eso piensa mi mente-. Mis amigos de infancia y de adolescencia ya son padres de familia, muchos de ellos tienen canas y algunos otros tienen calvicie prematura.

La vida es efímera, dentro de poco cumpliré cuarenta y dos años –eso espero, si Dios quiere-, y uno repasa lo que ha hecho, lo que ha dejado de hacer y lo que posiblemente no se haga. No estoy casado, no tengo hijos, sin embargo, no me siento viejo ni anciano, ni acabado, ni cansado, ni defraudado, ni pesimista. Mi cuerpo –a Dios gracias se mueve bien-, y para mí, para mi conciencia, no me siento como un ser que haya vivido cuarenta y un años en esta tierra. Yo creo que nací hace poco, que mi juventud fue ayer, y que hasta hace unas horas entré en la madurez. ¡Qué iluso!

Sí señores, el tiempo en este mundo se pasa volando, el lunes pasado murió uno de los disc-jockeys que escuchaba en mi adolescencia: Alejandro Nieto M. El señor sufrió un infarto a sus 48 años, y como para todos los que ya nos acercamos pronto a esa edad, pues falleció joven.

A veces se nos olvida que el viaje por la vida es temporal, que esta es una travesía con comienzo y con un final, que no es eterna. Sin embargo, vivimos como si no fuéramos a morir; hacemos planes a cinco, a diez, a veinte y hasta a treinta años, cuando ni siquiera sabemos si vamos a llegar a ver la luna del anochecer de este día, del que vivimos.

En Occidente no nos preparamos para morir porque tampoco sabemos vivir. La muerte es un acaso, es un alea, es estar de malas. Sin embargo, la muerte hace parte de la vida, convivimos con ella, está al lado nuestro. Nosotros preferimos pensar que nunca va a llegar, que eso solo les sucede a los demás.

Si viviéramos pensando que vamos a morir, que somos efímeros, pasajeros, nuestra vida sería más feliz, más ligera, más alegre, más amorosa. Nos aferraríamos menos a los rencores, a las rabias, a las envidias, a las preocupaciones, a los odios; estaríamos más plenos en el momento presente y olvidaríamos más rápido el pasado; y no nos atemorizaría tanto el futuro. Pero no, la muerte –como todo en una sociedad materialista- se debe alejar con el pensamiento, se debe olvidar, se debe rechazar. “Ese evento es propio de los perdedores, no de los ganadores” una frase que un materialista acepta como sonámbulo, sin pensar. En una sociedad de ganadores y de perdedores, la muerte solo le ocurre a los segundos, los primeros piensan que vivirán toda la vida. Todos en realidad desde este punto de vista somos perdedores, porque todos vamos a fallecer, sin excepción.

Hemos creado una sociedad tan artificial, tan de espaldas a la naturaleza y a la vida, que la muerte se nos olvida, se nos ha olvidado. Las pueblos orientales y aborígenes pensaban en la muerte todos los días, porque eso les brindaba o les brinda la posibilidad de vivir intensamente cada día, porque no se sabe a ciencia cierta en qué cama descansará mi cuerpo en la noche.

En Occidente, en las sociedades materialistas, nos invitan a pensar con optimismo en el futuro, en hacer compras a plazos de a cinco, diez o veinte años; nos invitan a olvidar de que en algún momento todo esto cesará, de que el juego que vivimos con tanto ahínco y con tanta seriedad es solo eso, un juego, como diría Buda. Aceptar que somos temporales no es de perdedores, es de seres prácticos que se dan cuenta que solo hay una opción: vivir en el presente, felices.  

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