Fui papá por un día


Al llegar a mi casa prendí el computador, ingresé a Internet, abrí el Facebook y me encontré con la siguiente pregunta que me formulaba un amigo que vive en Estados Unidos: “¿Con quién?”, ¿con quién qué? Estaba intrigado. Inmediatamente me di cuenta que en el muro de mi cuenta virtual aparecía el siguiente anuncio –como si lo hubiera publicado yo-: “VOY A SER PAPA (sic).”

Varias personas –más de cincuenta, más o menos- le daban like a la noticia, otras me felicitaban, y yo, estupefacto, solo atiné a borrar la publicación y a cambiar la clave de Facebook. Me habían hackeado.

Después desmentí la información, otras personas volvieron a darle like a la corrección y otras me manifestaban sus sentimientos de pesar, tal vez porque no era verdad el anuncio y/o porque me habían violado la privacidad.

Ser padre, qué responsabilidad, qué felicidad, qué alegría, traer otro ser humano al mundo, para mí sí sería un motivo de regocijo, de alegría. Pero no, no voy a ser papá –por lo menos por ahora-, mis únicos hijos –no humanos- son mis novelas, mis cuentos, y mis escritos virtuales y no virtuales. Ni siquiera tengo con quien tener hijos –no tengo novia, ni amante, ni esposa, ni amiga especial con derechos, nada- y no es queja, ni me estoy insinuando, simplemente la posibilidad de ser padre biológico en este momento es solo una quimera.

Mi relación con los niños es extraña, con el paso del tiempo se ha incubado en mi corazón un sentimiento de pesar, de compasión hacia ellos. El mundo es tan duro, tan agresivo, tan injusto, que ellos –los niños- me producen tristeza, añoranza por su seguridad, por su felicidad. Quisiera protegerlos a todos, decirles que aquí estoy yo para proporcionarles un mundo feliz, un paraíso. Pero no, la realidad es otra, y eso me genera impotencia. Sin embargo, si yo fuera papá, a pesar de lo anterior, estaría encantado. Sería, sin embargo, un mal papá. Sería un papá totalmente alcahuete, un papá que maleducaría a sus hijos.

Cuando leí la novela “El guardián entre el centeno” de J.D Salinger, no comprendí ese sentimiento del autor hacia los niños; ahora lo comprendo. Es una sensación de fragilidad o de impotencia. Queremos que los niños vivan seguros y felices, pero la realidad es todo lo contrario: el mundo es una selva, se pierde rápidamente la inocencia.

Como profesor me han dicho varias personas que debo tratar a los alumnos como si fueran hijos míos, sin embargo, no es posible, si yo tuviera hijos de verdad los maleducaría, los consentiría hasta extremos indecibles, los prepararía para la libertad, los incitaría a ser felices, los apoyaría en sus proyectos más increíbles, más fantásticos. A contrario sensu, los alumnos deben ser educados, deben ser disciplinados, deben ser corregidos, porque no son mis hijos, no puedo ser irresponsable.

No siento tristeza por no ser padre biológico de algún ser humano. No. Creo que eso llega con el destino, o simplemente no llega. Los dioses deciden ese asunto. Y hasta ahora los dioses no me han favorecido o desfavorecido con el tema. Me alegraría mucho ser padre, pensaría en los míos, en el tiempo que pasé con ellos. Con mi papá solo viví ocho años, pero fue suficiente para quererlo, para conocerlo, para reírme con él. Con mi mamá viví treinta y cinco años; fuimos cómplices, amigos, sufrimos, nos alegramos, pasamos momentos buenos, regulares y malos. Todo. Su pérdida ha sido irreparable, para siempre.

Cuando sea padre, o no lo sea, sentiré gratitud hacia ellos, hacia Dios, hacia la vida. Ser padre es un privilegio, pero también es una responsabilidad grave. Educar a otro ser humano, conducirlo por el camino del bien es complicado, es difícil. Sin embargo, los hijos son como los alumnos en eso: nos terminan enseñando, educando ellos a nosotros, a sus padres, a sus maestros.

Los padres terminan siendo hijos de sus hijos, ese es el destino de la naturaleza de ser padre. Por un tiempo fui padre, de mentiritas. Al otro día de ocurrido este asunto mi mamá estaría cumpliendo años. Pensé en ella, en mi papá. Sentí gratitud por haberlos conocido, y tal vez algún día –probablemente no- ellos serán abuelitos. Hasta ahora lo han sido, de mis novelas, de mis cuentos, de mis escritos, de mis alumnos, que han sido mis hijos adoptivos, prestados, aunque ellos, como los hijos biológicos han terminado siendo mis preceptores, mis maestros más rigurosos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario